MIS PRIMERAS IMPRESIONES

Marzo 2015.

Tenía mucha ansiedad y expectativas de saber qué encontraría al llegar a La Guajira, un viaje que anhelaba, a través de hermosos paisajes para encontrarme con una cultura ancestral, la comunidad indígena Wayuu.

A mi llegada, el primer encuentro fue con Fredy Epiayu, líder del proyecto en Hilo Sagrado, y con quien previamente había tenido contacto telefónico. Estaba ansiosa y al mismo tiempo preocupada por no encontrar todas las palabras adecuadas, o por no ser lo suficientemente cortés para no chocar con la cultura de la que existen muchos mitos. Pero mi encuentro fue muy agradable, al encontrarme con una persona joven, atenta, sencilla y alegre, interesada en conocer el futuro de la fundación, pero muy dispuesta a responder a cada una de mis preguntas sobre su cultura.

Al día siguiente iniciamos nuestro viaje al caserío tomando la carretera de Maiapo, una carretera que carece de señalización y en la que sólo se ve desierto, tierra árida, vegetación seca y muchas variedades de cactus. Después de unos 20 minutos de nuestro viaje, Fredy le señala al conductor una entrada a la derecha que tiene un letrero de madera, muy pequeño y escrito a mano. Seguimos nuestro camino, y aunque era imposible continuar, nos bajamos y caminamos unos minutos hasta que finalmente, logré ver la primera casa de la comunidad.

Las casas eran de barro, hechas por la comunidad. Hay un refugio de maleza donde varias mujeres están tejiendo y junto a ellas, un hombre con un chichorro (hamaca tradicional de la cultura Wayuu); Fredy me presenta y me dice que primero debo explicarle a Rafael, que es la autoridad delegada, lo que vamos a hacer y pedirle permiso para estar allí. Todos se muestran muy serios pero muy atentos a mi llegada. Tras obtener el permiso me dirijo a todos ellos y comienzo nuestra presentación.


Comencé a identificar el rostro y el nombre de cada una de las mujeres, de diferentes edades pero generalmente muy delgadas, de piel seca y muy quemada por el intenso sol que brilla en esta zona. Toda la conversación es moderada por Fredy porque la mayoría no habla español, sólo wayuunaiki, la lengua tradicional. Muchos niños salen de la escuela y, al ver mi presencia allí, se interesan y sienten curiosidad.

Al cabo de un rato ya no son tan serios, se oyen risas y gente hablando en el ambiente. Unas cuantas mujeres se levantan para preparar un refrigerio, y veo de lejos a los niños chupando las cáscaras de las piñas. Todos comen y hay muchas risas, pero solo al día siguiente me enteré de que la razón por la que no podían dejar de reír era que algunos nunca habían comido piña y el ácido les mordía la lengua.

Nuestra primera reunión con mujeres emprendedoras empieza a llegar a su fin, y algunas mujeres tienen que marcharse porque tienen que caminar horas para llegar a casa bajo un sol abrasador. Me quedé charlando con las mujeres que viven más cerca, y fue allí donde empecé a conocer sus historias personales, su edad, número de hijos y las características de la población.

Me sorprendió encontrarme con una población muy joven, al contrario de lo que aparentan sus rostros, con muchos hijos aunque muchos otros, desgraciadamente, habían muerto.

Su principal actividad económica es la ganadería y la artesanía. Sin embargo, actualmente no tienen mucho ganado ya que la tierra es muy árida y el acceso al agua es limitado. Por otro lado, han cambiado las antiguas técnicas de la artesanía debido a la necesidad de vender a precios bajos y al menos tener unos ingresos mínimos en casa.

En cada uno de los encuentros y charlas, descubrí su alegría, la capacidad de superar las dificultades y de compartir con otras culturas. Una de las tareas que tenía era retratar a cada una de las mujeres, familias y niños, para compartir esta hermosa experiencia. Cuando le tocó el turno a Ligia, me cuenta que no está segura de su edad y dice: "alrededor de 28 años", pero sin saber leer ni escribir. "Estoy muy angustiada por no saber ni siquiera firmar". Empezamos a ver las fotos pero el llanto constante de su hija menor Reneris me preocupa y le pregunto la causa de sus lágrimas. Ella, en su pequeño español, responde que no tiene nada para alimentar a sus hijos. Cuando vengo a ver a Reneris, se estaba mordiendo la mano con la intención de comérsela. En ese momento se me derrumba el alma y desde lo más profundo de mi ser, trato de reunir fuerzas para intentar no llorar frente a una madre que vive esto todos los días. Es una situación realmente desgarradora, el hambre y la sed del día a día, especialmente de los niños Wayuu.

Haciendo una lectura después de mi viaje sobre la desnutrición, encuentro fotos de desnutrición en niños, que se reconocen por vientres inflados, ojos vidriosos y pelo que parece paja. Un escalofrío me recorre el cuerpo porque muchos de los niños que he conocido coinciden con estas fotos sin mencionar los problemas en su piel, sus ojos entrecerrados y las plagas. Sin embargo, son niños alegres y cariñosos; les encanta colorear y se distraen con cualquier herramienta, caja o tarro, y siempre están atentos a las novedades.

Después de esta experiencia con la que había soñado con hermosos paisajes y el paraíso natural de La Guajira, regreso con una experiencia de vida donde lo mínimo para vivir con dignidad no existe, donde lo básico como el acceso al agua puede tardar horas en llegar, el hambre, el cansancio y el dolor. Sin embargo, su alegría de vivir, su felicidad, sus ganas de compartir y su talento artístico es el mayor recuerdo que me traigo a casa.

Por eso, trabajando juntos cada día y uniendo fuerzas con la Fundación Hilo Sagrado podemos dar esperanza a una cultura milenaria que lucha por existir.